De pronto las luces se encendieron y él comenzó a caminar, por esas calles desconocidas, frías, agitadas, llenas y tan solitarias a la vez.
Sus cansadas piernas de tantos años y caminatas por el pueblo, parecían temblar. No conocía a nadie y nadie lo conocía; el aire era tan extraño, como si algo o alguien lo hubiera convertido en algo muy desagradable.
Buscó con la mirada algo familiar, algo conocido algo que le dijera que no estaba tan perdido, pero no lo encontró.
Buscaba a su familia, sus amigos, vecinos, nietos, alguien que pudiera reconocer su rostro bajo sus blancos cabellos, alguien que pudiera ignorar los surcos que el trabajo duro habían marcado en su piel y que pudiera llamarlo por su nombre recordando todo lo que había hecho por su familia.
De pronto se dió cuenta de que en ese lugar habían tantas cosas que ya no había nada para él; sus brazos cayeron rendidos, sus piernas ya no quisieron caminar, sus ojos se cansaron de buscar.
Alguien se acercó a ayudarlo, por supuesto un uniformado que por mera obligación tenía que hacerse cargo de la situación .
Luego todo volvió a la normalidad.
Desde su vieja mecedora, el hombre viejo, el hombre solo ... lloró.
- Después de tantos años-pensó- la vida fuera del asilo ya no existe.